Una buena parte de los problemas asociados con los desplazamientos domicilio-trabajo se debe al modelo de organización territorial, a la disposición de las actividades productivas y residenciales. No cabe duda que las relaciones entre vivienda y lugar de trabajo han evolucionado significativamente en el último siglo. En la época preindustrial la mezcla de actividades productivas y reproductivas configuraba una ciudad de cercanía, con viajes cortos donde la mayoría de los desplazamientos al trabajo se realizaban caminando.
Será a partir de la aparición de la ciudad industrial, con las primeras fábricas textiles y siderúrgicas a lo largo del XIX y con los avances en el transporte, cuando se facilitará un desarrollo del proceso urbanizador que genera núcleos de mayor tamaño. En ese momento comienza una incipiente segregación entre la residencia y los espacios del trabajo, pero de forma puntual. La aparición a finales del XIX de sistemas de transporte colectivo de tracción eléctrica (tranvías, metros) en los principales núcleos urbanos permite garantizar el acceso diario domicilio-trabajo. Por aquel entonces, los desplazamientos hasta la fábrica seguían siendo cortos, inferiores a los 5 kilómetros. Los trabajadores residían aún en torno a las fábricas, y sólo los empleados más cualificados podían vivir alejados y pagar los transportes públicos.
A principios del siglo XX, el modelo territorial se mantiene prácticamente igual, con pequeños crecimientos urbanos donde ya se concentraba la actividad económica. El desplazamiento al trabajo era seguro y escasamente contaminante. Es el momento en que aparecen los ensanches y los proyectos de reforma interior en las ciudades. La presencia del automóvil condicionará la configuración urbana que a partir de ahora se apoya en la creación de nuevas infraestructuras para el coche.
En los años treinta se amplía el radio urbano al incorporar los espacios periféricos donde se localizaba el tejido industrial que crecían de forma desordenada. Comienzan a calar las ideas del urbanismo racionalista que preveían la zonificación espacial, la creación de accesos y rondas. Planteamientos que no serán retomados hasta la época del desarrollismo franquista de los años sesenta que reflejará los nuevos escenarios productivos y territoriales.
La Ley del Suelo de 1956 ordena el territorio y el espacio urbano en unidades de ejecución, polígonos industriales y residenciales, que se localizan separados y alejados de la trama existente. A partir de entonces los trabajadores recorren distancias cada vez más prolongadas para ir desde casa a la empresa. El transporte público tiene un funcionamiento deficiente y las grandes compañías facilitan la accesibilidad de sus empleados a través de las «rutas» de empresa. Paralelamente la expansión del automóvil llega también a una parte de la clase trabajadora que diariamente utiliza el vehículo privado; estos nuevos conductores colaboran a aumentar la congestión de las áreas urbanas, congestión que a su vez impide el funcionamiento eficiente del transporte colectivo. Comienza en este momento un círculo vicioso que a principios del siglo XXI no parece tener solución.
A partir de los años ochenta el modelo urbanístico pasa a ordenarse desde la escala regional. Las distancias se incrementan aún más, a partir de ahora la localización del trabajo y de la residencia pueden estar en otro municipio e incluso en otra provincia. El territorio acoge a empresas deslocalizadas y las residencias cada vez se encuentran más distantes y dispersas.
En el mundo del trabajo, los nuevos esquemas de organización productiva buscan la reducción generalizada de costes, lo que ha llevado al empresariado a buscar mecanismos para lograr la desaparición de las rutas de empresa a través del ofrecimiento de plazas de aparcamiento a sus trabajadores. Por otro lado, los cambios de usos del suelo en las zonas urbanas y las suculentas plusvalías que se generan con los terrenos de las antiguas industrias periféricas, pero ahora muy céntricas, hacen que los empresarios vendan estos suelos recalificados y adquieran otros en zonas más alejadas y mal comunicadas por transporte público.
La llegada de las nuevas tecnologías de la información, presentadas en muchas ocasiones como un factor que permitiría reducir los viajes al trabajo, ha tenido resultados bien diferentes colaborando al incremento de la movilidad motorizada, ahora transformada en conexiones a mayores distancias que hace unas décadas.
Como consecuencia de este nuevo panorama en las relaciones laborales y de transporte, los impactos socioambientales son de una mayor dimensión. Un modelo de movilidad al trabajo basado en los desplazamientos diarios en vehículo privado genera: más riesgo de accidentes in itínere, más contaminación, mayor demanda de infraestructuras, más consumo energético y ocupación de territorio.